Ya nos recordaba Dostoyevski que “la naturaleza no nos pide permiso”, no le importan tus deseos, ni si te gustan sus leyes o no. Estamos obligados a aceptarla tal como es, como decide comportarse con nosotros, los seres que la poblamos.
Parece una obviedad, pero una vez aceptas la imposibilidad de cambiar ciertas cosas que claramente te superan, y que no están bajo nuestro control, te quitas de encima un peso considerable. Porque tratar de derribar un muro a puñetazos no solo es terriblemente frustrante, sino que te puede dejar las manos destrozadas.
Eso sí, que aceptemos que no vamos a poder derribar el muro no quiere decir que no podamos tomarnos esa contrariedad o adversidad desde una perspectiva positiva. No necesariamente optimista, (nosotros querríamos derribar ese muro a puñetazos, no lo olvidemos), pero sí positiva. Solo así podremos empezar a buscar alternativas (¿rodearlo?, ¿buscar herramientas?, ¿pintarlo para que, ya que se tiene que quedar ahí, sea más agradable a la vista?), ante aquello que no está en nuestro poder cambiar.
Esa actitud positiva ante lo que nos viene dado y no podemos modificar por mucho que nos empeñemos en ello es lo que los expertos en conducta social llaman “optimalismo”. Su origen se remonta a la antigua Grecia, dónde fue uno de los rasgos definitorios de la filosofía aristotélica, en oposición a la concepción platónica del destino del hombre. Mientras que este último sostenía que todo estaba escrito previamente en el cielo y que al ser humano no le quedaba otra alternativa que no fuera la de la resignación y, el pensamiento aristotélico estaba mucho más apegado a la tierra. Aristóteles invitaba a fijarse más en aquellos aspectos terrenales que sí se podían modificar para tratar de moldear nuestra realidad a través de nuestra acción sobre ellos. Es decir, aceptamos, no nos resignamos, y desde ahí, actuamos. La acción como búsqueda de una resolución ante la adversidad que, de entrada, parece inmutable.
El optimaslismo va más allá del pesimismo o el optimismo. Una persona pesimista es alguien que programa su mente en clave negativa y se instala en la inacción. No deja de boicotearse a si misma, buscando motivos que justifiquen su futuro fracaso. En el otro extremo está el optimismo enfermizo de quien no soporta que las cosas no sean de color de rosa y se niega a aceptar que algo pueda salir mal. El optimista que no conecta con lo que esté sucediendo y no puede cambiar, pintando su mente de color de rosa lo que no corresponde, se convierte en un necio que cierra los ojos ante la realidad.
El optimalismo trasciende a estas dos visiones.
Lo que viene a decir es que ya nos sintamos animados o abatidos ante una realidad dada, si la aceptamos, siempre podemos abordarla de una forma positiva para empezar a construir sobre ella. La aceptación se diferencia de la resignación en que, mientras que esta te asienta casi inevitablemente en el resentimiento, la queja y el victimismo; la aceptación se centra en la esperanza, en la búsqueda de alternativas que conecten con soluciones, en el cambio, en la posibilidad permanentemente abierta de que las personas tomemos decisiones o hagamos las cosas de un modo diferente.
La aceptación nos eleva como seres humanos y tiene efectos positivos incluso a nivel biológico. La aceptación hace que aumenten nuestras defensas, se incrementen nuestros niveles de las hormonas del bienestar, tipo serotonina, mejora nuestro sistema inmunológico, y nos hace estar mejor preparados para manejar la presión del entorno. Esto, que no es motivo de este post, ha sido demostrado en numerosos estudios científicos en las últimas décadas.
También, desde la aceptación, nuestra forma de relacionarnos con el miedo es diferente. En estados de resignación el miedo es tóxico. Es un miedo mental que nos paraliza y nos impide actuar. Le llamamos temor. En estados de aceptación optimalística, en cambio, el miedo adopta una forma puramente biológica. Es un miedo imprescindible para la supervivencia, necesario porque nos mantiene alerta. El tipo de temor físico que estos días nos lleva a lavarnos las manos a menudo, a mantener la distancia de seguridad cuando bajamos a la compra o a usar guantes y mascarilla, es un miedo necesario. Sin embargo, evita el miedo paralizante, que nos hace estar encerrados en nosotros mismos pensando que se avecina el fin del mundo, … si me permiten exagerar.
Sentir un poco de miedo es natural y necesario. Lo malo es cuando es el miedo el que nos tiene a nosotros. ¿Qué significa ser valiente para el optimalista? Mostrar coraje (palabra que etimológicamente procede de la latina “cor-cardia” – el corazón por delante- ). La valentía no consiste en no tener miedo, sino en luchar para vencerlo, en conquistarlo.
Otra característica del optimalista es que, sin dejar de mirar al futuro y poner sus esperanzas en él, nunca deja de preocuparse por resolver las situaciones del presente. Eso, además de mantenerlo activo y alerta, le permite empezar a construir su propio futuro desde ese presente.
Y, lo mejor, el optimalismo se puede entrenar. Se trata de aprender a entrenar la mente para saber conectar con la realidad y generar visión positiva de ello, enfocada a la acción.
El optimalista es un viajero que, sin perder de vista el destino, sabe disfrutar de cada momento del viaje, aún sabiendo que ahora toque atravesar un túnel, ausente de cierta luz.